Cuando te leía te intuía especial
porque me hacías pensar que yo lo
era.
Me
miraba en el espejo y veía a una mujer guapa, sí, hasta guapa me
sentía,
incluso
más que cuando de verdad lo era, porque, por aquel entonces,
solamente me veía los defectos, aquellos que me ayudaban a seguir
inerte, a seguir una vida de muerta; muerta de emociones, de
ilusiones, de esperanzas, sólo viva en el brillo de otros ojos.
Cuando
te leía mi pecho latía por sí mismo y no necesitaba verte para
sonreír, sentía tu frescura, esa que me hacía feliz, esa que, sin
apenas usarla, perdí un día sin saber por qué.
No me
importaba quién eras, ni lo que hacías, ni la edad que tenías;
percibías mi esencia, era suficiente para ser tu amiga, para sentir
esa mirada intensa, oscura y profunda traspasando mis barreras hasta
traspasar las tuyas.
Pero los
románticos no se comen nada, como yo, y de nuevo tuve miedo, miedo
al amor...
Temor a
perder aquellos sentimientos en los que no necesitaba verte para ser
feliz.
Tenía
miedo a entrar en el juego del amor, un juego al que no sabía jugar,
un juego al que nunca podría ganar, era mi intuición. Y tenía
razón.
Porque
no deseaba perfección, odio la perfección, deseaba un amigo sin
más,
compartir
debilidades y hacerme fuerte a través de ellas.
Por eso,
ahora, mi fortaleza me sirve sólo para mantenerme erguida y
aparentar, algo parecido a parecer lo que no eres, algo parecido a
lo que siempre he hecho y nunca he querido hacer, algo parecido a lo
que todos hacen.
Ahora,
no hay ya lugar para debilidades, he de aprender a ser perfecta, es
lo que esperan todos, incluso tú.
(sólo un retazo de lo que será mi libro: "retazos").
(sólo un retazo de lo que será mi libro: "retazos").
Encarna Hernández Vizcaíno