Prefiero
no escribir si nadie va a leerlo.
De
jovencita creía que sí, que nadie debería leer nunca mis delirios
románticos, ni siquiera las anotaciones de mi ir y venir diario, y
si alguien lo hubiese hecho, habría significado una intrusión a mi
yo más secreto, una amenaza para ese mundo interior de sueños y
deseos que empezaba a descubrir.
Pero
fue después de una década de sueños plasmados en mis cuadernos,
cuando las realidades de la vida, los planteamientos de futuro, las
obligaciones adquiridas y otras necesidades inmediatas que se fueron
creando, desvanecieron a aquellos príncipes y a aquellos delirios, y
comenzó una etapa de realidades en las que, ni por asomo, me
dejarían pensar en romanticismos, menos aún, escribirlos.
Es una etapa frenética en la que te olvidas de todo; has de cuidar a tus
hijos, cuidar de su educación, trabajar en la casa, trabajar fuera de la casa, pagar la casa, pagar los gastos de la casa, pagar el coche, el seguro del coche, el
impuesto del coche, las reparaciones del coche, las multas del coche,
los cumpleaños, los nacimientos, las comuniones, los entierros, los
padres, los suegros...
Una retahíla que no se acaba nunca y que durante
esos años te ha mantenido tan ocupada que olvidaste todo; olvidaste la
noción del tiempo, las ilusiones, y hasta de ti.
Pero
todo pasa, como dice Serrat, o como diría Machado, y cuando crees que eres un ser imprescindible para tus hijos, tu casa, tus padres, o
tu esposo, si aún lo tienes, descubres que estás en los
cincuenta y que te has quedado sola.
Reaccionas poco a poco mientras te das
cuenta de que cada cual tiene su vida y su ilusión, y que hasta tu
esposo, si continua ahí, ha evolucionado por caminos diferentes a
los tuyos. Te vas dando cuenta de que los que tanto exigían de ti,
ahora, te dicen que en lugar de preocuparte por ellos te ocupes más
de ti.
Es
entonces cuando intentas retroceder veinte o treinta años en el
tiempo.
Deseas
recordar qué era lo que daba ilusión a tu vida antes de hacerte
imprescindible, te emociona recordar lo feliz que te hacía escribir,
como disfrutabas inventando príncipes azules en un mundo maravilloso, y buscas aquel diario donde escribías tus sueños más íntimos, y,
según vas leyendo, descubres que lo que escribías eran sólo
delirios románticos equivocados, delirios de una niña que aún no
sabía identificar lo real de lo irreal, pero que, aun así, te hace
bien recordarlo.
Y
es a partir de ese momento cuando valoras, ya con más calma, esa
madurez a la que has llegado sin darte apenas cuenta, y te
conciencias de todo lo que tus hijos te han enseñado en el camino, y
reconoces el valor de la paciencia, de la comprensión, de saber
escuchar, de saber callar, de la amistad, de la fidelidad, y aprendes
a disfrutar de esas pequeñas cosas que antes ni siquiera veías,
entre ellas, escribir.
Ahora
lo estoy haciendo, escribir me gusta, me hace disfrutar, me gusta
perderme en esos delirios, no en los que me negaba a compartir en mi
adolescencia, aquellos ya no existen, se perdieron eternamente junto
al desgaste de la inocencia.
Tal
vez sí continúan siendo delirios románticos, delirios ficticios
vestidos de una realidad subjetiva, una realidad inventada, una que
sí ayude en este camino de madurez impuesta por la fuerza de los
años, pero son delirios de escritora que ya no quiere quedárselos
sólo para ella, que desea soñarlos en voz alta y compartirlos.
Disfrazarse de ellos, contagiar emociones y sentirse viva. Viva para
enamorarse, para sentir pasión, para sufrir un desamor, para llorar,
reír, equivocarse, rectificar, intentar con su escritura que alguien
frente al papel o a una simple pantalla, pueda apenarse, disfrutar,
emocionarse, identificarse, o, simplemente, leerlo sin más.
Para
eso escribo, ahora lo sé, y si nadie me leyera; preferiría no
escribir.
(Encarna Hernández Vizcaíno)