(Cerdanyola del Vallés, 09 Dic. 1998)
Desde
que Franco había muerto, hacía ya veinte años, la señora condesa
no había salido de su mansión. Durante ese tiempo había rechazado
sistemáticamente las pocas invitaciones recibidas. Este día había
recibido una de la mismísima Casa Real, era la celebración de la
onomástica del Rey. Aun así, la señora condesa no parecía
satisfecha.
Durante
veinte años había sido ignorada desde palacio. Cuando el Caudillo
vivía, era él personalmente quien la llamaba, no pasaba un mes sin
que lo hiciera. Ella representaba a la auténtica nobleza, a la
nobleza que no se codeaba con plebeyos comunistas, con bailarines
analfabetos, con deportistas sin modales, o con héroes de barrios
pobres, que en los últimos años habían florecido como hongos y alardeaban de ser amigos de los más nobles del país.
La vieja
dama, enfadada con todos los grandes de España, decidió darles una
lección.
Su
viejo mayordomo, que era la persona con más solera de toda la casa,
concordaba con ella en que no debía aceptar invitaciones que la
obligaran a mezclarse con gente sin educación; con aquellos que
habían traicionado las buenas intenciones del anterior jefe de
estado.
Su
vieja sirvienta, Enriqueta, analfabeta, anacoreta y mentecata, era la
persona adecuada para avergonzar a los de linaje real.
La
acicalaron con collares, pendientes, anillos y una diadema de
bisutería barata que un criado compró en el mercado de la ciudad.
El vestido, heredado de una cocinera que sirvió en la mansión en
los años dorados, junto con un chal, que la pobre vieja usaba en los
días de frío, compuso el conjunto festivo para la ocasión. La
señora condesa la maquilló; le traspasó con carmín rojo los
límites labiales, le sombreó los ojos de un azul fluorescente, le
empolvó la cara, le coloreó las mejillas y le dibujó las cejas.
Enriqueta subió al taxi como un esperpento en carnaval.
El
taxista la dejó a la entrada del palacio, no sin antes hacerle una
reverencia.
Asustada,
deslumbrada por las luces brillantes que colgaban del techo y sin
atreverse a levantar la vista, Enriqueta se dejó acompañar por un
criado (al que confundió con algún militar importante por
sus botones dorados) hasta una larga fila que poco a poco la fue
acercando a sus majestades. Fue presentada como la vieja y
auténtica
condesa de Santo Verdi y se dejó saludar por ellos haciendo una
reverencia, como había visto hacer a todos los
de la fila antes que ella, después, atravesó los salones acompañada por el
mismo criado hasta la mesa que le tenían asignada.
Se
aposentó haciendo una reverencia al criado, tal y como les hizo a
los monarcas, y se quedó inerte junto a unos compañeros de mesa
que no dejaban de mirarla asombrados.
--Debe
ser miembro de una familia real europea --decía uno admirado.
--Se le
nota la nobleza, lo lleva con tanta naturalidad --contestaba otro.
A
Enriqueta, hasta moverse le producía pudor y no osaba contestar a
nadie, asentía con la cabeza cuando alguno de los presentes le
hacía un comentario. La esposa de un reconocido político de la
oposición, sentada también a la mesa, se levantó de su asiento y
se acercó para saludarla.
--Da
prestigio saludar a alguien de tan alto linaje --pensó.
Enriqueta
le sonreía sin saber qué esperaba de ella y la esposa del político
le habló en inglés.
--Seguramente
no entiende el castellano. El inglés es internacional –dijo
dirigiéndose a los de la mesa.
Enriqueta,
sin saber qué decir, abrió mucho los ojos y le sonrió de nuevo.
--Es
una dama encantadora --concordaron todos.
Los
invitados se despedían, y, Enriqueta, iba de un lado a otro por la
sala sin encontrar la salida.
El
criado, al que a su llegada confundió con un militar por su bonita
chaqueta llena de botones dorados, la sujetó suavemente por el brazo
y la acompañó hasta el taxi que esperaba afuera.
Enriqueta, lo miró
tímidamente y le dedicó la primera sonrisa de mujer que en muchos
años había salido de sus labios. Salvo aquella vez que conoció a
un primo suyo que había luchado en la guerra de cuba, nunca había
vuelto a tener contacto con hombres.
El
criado, animado por la gran atención de la dama, le besó la mano y
la ayudó a acomodarse en el interior del taxi.
Enriqueta,
deslumbrada todavía por las luces del palacio y sin dejar de mirar a
aquel militar tan galante desde el interior del coche, se alejó por
la avenida con una sonrisa en los labios.
El
criado, sin dejar de observarla mientras se alejaba, cambió por
completo su criterio respecto a los nobles.
--No
todos son unos engreídos y orgullosos --pensó.
Enriqueta,
durante el camino de vuelta y sin perder la sonrisa, pensó lo mismo.
FIN
(Encarna Hernández Vizcaíno)